sábado, 29 de noviembre de 2014

Diálogos en la Noche

Natural inclinación me lleva a tomar cariño a las cosas; al viejo sillón donde he estudiado y cuya vista evoca en mí los recuerdos de tantas hojas; a la pluma que uso, la que ha escrito tarjetas de invitación a los amigos en las noches de fiesta, y tarjetas de apremio al médico en las madrugadas de angustia; a los objetos familiares que me rodean en la habitación, testigos de horas alegres y de horas muy tristes pasadas entre ellos; quiero todas estas cosas como si pudieran participar de mi cariño: son mis amigos.
Hay en la acera de mi casa un arbolillo joven cuya sombre proyectan sobre pared del vestíbulo la luna en las noches claras y el farol de enfrente cuando no hay luna.
Y, al abrir la puerta, volviendo del teatro, de la imprenta o del paseo, busco aquella sombra amiga en la pared, aquel contorno del arbolito joven que parece esperarme allí, salir a mi encuentro con la bienvenida, descarnado en invierno cual si lo hubiera consumido la impaciencia de una larga espera; con fronda de hojitas nuevas en primavera, como si se hubiera engalanado contento de mi llegada, y lo saludo diciéndole mentalmente, cuando no de viva voz, aunque os riáis:
- Buenas noches, arbolito...
¡Mi fiel árbol!...
Después de esto no extrañaréis que yo converse con mi lámpara, silenciosa compañera de todas las noches, que esparce su luz amable y franca sobre las cuartillas invitando al trabajo, atenta siempre a ver cómo se llenan unas tras otras bajo la claridad de su nimbo blanco.
Si, mi lámpara y yo somos amigos también; le profeso un afecto de camarada y siento la influencia de su compañía en la mesa de labor.
No creeréis esto; sin embargo, os aseguro que es muy cierta y sensible al espíritu la influencia de esas compañías inconscientes.
Os contaré lo que me ha pasado. Mi lámpara y yo teníamos, hasta ayer; ella una amiga y yo un compañero de trabajo, desconocido y sin duda ignorante de su situación respecto de mí.
El vecino de la casa de enfrente trabajaba de noche. Desde la ventana de mi balcón se veía su ventana iluminada con esa luz inteligente, serena y cordial de las habitaciones donde se trabaja en silencio.
Aquella luz bañaba la parte visible de una mesa-escritorio regularmente provista de papeles diversos: manuscritos, pliegos en blanco, legajos...; de cuando en cuando la mano del vecino aparecía en el campo de mi visual en busca de uno de aquellos papeles; separaba, elegía y tornaba a ocultarse dejando otra vez lleno de su luminosa soledad el pedazo de habitación encuadrado por la ventana.
Bien poco es todo esto; una mesa, papeles blancos, una mano, una lámpara...
Pues, bien, todo aquello era para mí algo susceptible de cariño, un conjunto viviente con vida afectiva: una simpatía. Aquello y yo éramos amigos.
Llegada la hora de ponerse al trabajo, encendía yo mi lámpara y decíala:
- Vamos a trabajar ¿eh? El vecino trabaja ya, de seguro.
Ciertamente, el vecino trabajaba como de costumbre. La lámpara, fiel y contenta, derramaba su luz blanca sobre la mesa de labor, sobre los papeles yacentes en orden, iluminando la soledad de la habitación llena de discreto silencio.
¡Oh! !Y que encantadores diálogos sostenían mi lámpara y la lámpara del vecino, ambas tan sumisas, ambas tan constantes y tan humildes ante la majestad de la noche!
¡Y cómo alentaba al espíritu absorto en la austera labor silenciosa, al pensar que allá enfrente otro espíritu trabajaba también, animado en la tarea por una luz amiga que brilla con la serena paz del pensamiento flotante en la soledad!
Un callado diálogo de luces, una secreta concordancia de actividades, y en derredor la noche.
¡Esas noches amigas del que trabaja! Todo en silencio; de cuando en cuando, abajo, los pasos de un transeúnte solitario que repercuten en el vacío de la calle; primero lejanos, más cerca después, luego al pie del balcón, sonoros y recios; por último, débiles cada vez más, hasta perderse poco a poco en la melancolía de la distancia...; un rumor sin causa, una campanada que el aire trae desvanecida en sus ondas, y sobre todo esto, las horas pasando en silencio, como visiones flotantes en marcha a lo obscuro, pedazos de sombra que van a amontonarse en la cima del tiempo, mientras sostienen las lámparas sus diálogos de luces en la soledad y se anima el espíritu pensando:
- El vecino trabaja; no estoy solo.
No, no estoy solo: Allá enfrente, tras los cristales de la ventana, se ve una mano que busca entre los papeles, separa, elige y torna a ocultarse, dejando otra vez lleno de su luminosa quietud el pedazo de habitación recortado con luz en la sombra.
Aquel vecino laborioso se mudó ayer; por la tarde sacaron los últimos muebles y cerraron la casa vacía.
- Vamos, -había dicho yo maquinalmente-; el vecino trabaja ya, de seguro.
No, el vecino no trabajaba aquella noche con nosotros.
La ventana amiga estaba cerrada; la casa toda mostrábase hostil con la muda hostilidad de las casas vacías.
Durante mucho tiempo la he estado mirando con la frente pegada a los cristales fríos, mientras mi lámpara derramaba en silencio su luz tranquila sobre los papeles.
Después pensé que era ya hora de ponerse al trabajo; sentéme en silencio y mojé resueltamente la pluma. La tinta se secó en ella sin haber trazado la primera palabra en la cuartilla virgen. Pero al fin fueron tendiéndose dificultosamente las líneas del párrafo inicial; ¡el trabajo triunfaba!...Por desgracia el párrafo inicial resultó inaceptable y fue preciso volver a empezar.
decididamente hay noches hostiles al trabajo. Demasiado silencio en torno...
Por último, mi lámpara y yo nos miramos, advirtiendo que algo teníamos que decirnos. Era preciso rendirse.
- Si, mi pobre lámpara -le dije entonces-. No estamos hoy con ganas de trabajar ¿verdad? Nos hace falta el vecino y su lucecilla de todas las noches...¡Qué demonio! la costumbre...Mira; vámonos a dormir, y mañana ya nos habrá pasado esto. ¡Cómo ha de ser!

                                                                                                    
                                                                                                     Arturo Giménez Pastor

Dos mil catorce...

Esas ganas de volver...